Caminé por las calles desoladas de noviembre, era 30 y nadie se asomaba a la ventana. Las luces de todos los apartamentos de aquella calle se encontraban apagadas, nadie se asomaba a la ventana, no se escapaba ninguna bocanada de humo, ningún grito o gemido; aquella vía era la mera descripción de la desolación, vivo reflejo de mi corazón.
Llegué al parque con esfuerzo, me senté en los recuerdos y me eché a fumar a la luz tenue y mortecina de la Luna creciente.
El viento acarició las hojas de los árboles aledaños con el mismo amor que una abuela mima a su nieto entre sus brazos; se produjo un estrepitoso susurro, las ramas me hablaban.
Torné mi mirada al oeste, al norte, todos los árboles se levantaban, se erguían cientos de metros y me hablaban.
Uno gritaba nombres, otro fechas, otro lugares pero yo solo podía sentarme ahí, callar y fumar.
Mi corazón le daba ritmo al asunto, mi pecho se quebrantó y mi corazón se derritió cuando escuché su nombre. Entre la penumbra vi en la sombra de las ramas su deleitante cabellera negra, mis ojos se hicieron cascadas y mi alma un infierno.
Al tirar el restante del cigarrillo mientras buscaba otro entre la aplastada cajetilla vi en el reflejo de lo que alguna vez fue mi corazón mi rostro. Empezó por destrozarse mí nariz y poco a poco me vi tan verde como el pasto, tan horrendo como mis visiones y tan monstruoso como realmente era.
Un grito gutural se escapó de mi cuerpo junto con lo que quedaba de mi humanidad, me encorvó la tristeza y el odio hacia mi ser re retorció, mis dedos parecían las enredaderas de su cabello. Mis labios se secaron como la corteza de los diabólicos árboles y de rodillas quedé.
Humo empezó a salir de mis brazos, en un humero me comencé a desaparecer y morí.
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