La vi caminar a lo largo del comedor donde las tristes y angustiosas caras esperaban su destino. El día oscuro y borrascoso contrastaba con su cabellera rojiza; curiosamente el tono de su cabello asemejaba aquello que sentía mi corazón al verla. Sentía cada latido con fuerza, sentía como mi sangre avanzaba por mis arterias y de repente paraba cada vez que veía su dulce rostro.
Su caminar era más similar al armonioso danzar de un cisne al aterrizar en un lago a media noche, sus caderas se meneaban como las hojas de las palmeras de Canarias, sus piernas firmes, tersas y sedosas parecían la más maravillosa escultura de Cannova o Michelangelo. Su impío rostro hacía que mis pupilas se dilatasen y que me hiciera falta el aire. Siguió caminando y saludando a diestra y a siniestra mientras se acercaba a mi silla. Sus ojos endemoniados me hacían arder el pecho y me mataban lentamente. Solo podía pedir en aquel momento que nunca parase y viniese por mi.
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