La noche había llegado, el sol ya se había puesto y lo único
que podía diferenciar de la oscuridad y la luna, era el brillo de esta última
en sus ojos.
El viento soplaba fuertemente, el frío nos atacaba como si
se tratasen de heladas olas, que nos azotaban implacablemente. Y la acercaba,
sentía en mi pecho el latir de su corazón, escuchaba su temblorosa respiración
y la tomaba de la mano.
Sus ojos se cerraban, me dejaban ciego en la oscuridad, y
cuando volvían a abrirse yo veía. Sentía el calor de su ser impregnarse en el
mío, y como el mío entraba en el de ella. Sentía que en aquel momento nuestras
almas se vaciaban en un enorme contenedor donde ambas se diluían en el líquido
del amor, para que al separarse cada una tuviera un algo de la otra. Y era así.
A medida que avanzaba la noche sentía como yo era parte de
ella y ella de mi, sentía que le pertenecía, de la misma manera que yo a ella. Sentíamos
la unión y necesidad del otro para vivir.
El sentir su dulce aroma me extasiaba y detenía aquel reloj,
hacía que los pasos de la Luna parecieran ir mas lentos. Era libre en aquel
momento, aquel sentimiento ardía con euforia, y ambos alimentábamos aquella
flama.
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