lunes, 23 de junio de 2014

Mente imaginativa

La habitación estaba oscura, con una luz ámbar y mortecina. Sus manos temblorosas sujetaban con ternura el sexto cigarro mientras el humo invadía cálidamente sus pulmones. La noche envejecía a medida que las canciones y los suspiros se ahogaban en el frío ambiente. Sus ojos parecían dos caramelos en Navidad, rojos y blancos con un suculento aire de dolor. Su frente se llenaba de arrugas mientras sus labios se humedecían en un pequeño lago de brandy color almíbar, y sus pupilas se dilataban con cada sorbo del agonizante líquido.
Pero la cama esa noche no estaba sola, en la tristeza de su desnudez se encontraban dos, él y ella. Las cobijas se habían enredado en sus largas y delicadas piernas de mármol mientras los brazos de él la cubrían como un manto solar. Su cabello, castaño y frondosamente ondulado se escurrirá por encima de su hombro y caía en el pecho del fumador. Sus labios delgados y difuminados por el colorete corrido se hundían en un profundo pesar cuando le susurraba algo al oído de su amante. Este último se limitaba a continuar aspirando el ardiente humo y a beber su bebida mientras su corazón bombardeaba hermosas tonalidades rítmicas para su vecina.
Ambos se miraban y se entristecían, parecía que cada uno estuviese contemplando su propio funeral. Entre miradas y caricias el turbulento aire de la pequeña habitación empezó a calentarse, y los dos empezaron un sinfín de amoríos.
La habitación se perdió en un frenesí de pasión, se juntaron como sol y luna en un eclipse y empezaron a ser mar y playa.
Los gemidos de ira y placer reemplazaron la triste y delicada música. El humo se esfumó y el cuarto empezó a tornarse denso, lleno de sudor y vapor. La pequeña copa terminó por ser arrojada al piso y se rompió en cientos de pedazos, pero ni el estruendo de vidrios rotos podía poner pausa al estado animal que se había desatado en los amantes de luto.
Se besaban y se ahogaban en un abrir y cerrar de ojos, por lenguas tenían peces vivos que parecían nadar a toda velocidad en el mar de la boca del otro como sí intentasen huir de algo, como si se intentasen salvar de la mismísima muerte. Y en medio de la brutal belleza de la poesía hecha cuerpo se miraron fijamente, ojo con ojo y pecho con pecho. En sus ojos no se veía más que el vivo reflejo de ella y en ella no se veía más que ella misma.
Al menos eso era lo que creía que sucedía en aquella habitación, mientras que en la mía no ocurría nada. Intentaba conciliar el sueño en un remolino de algodón que parecía estrangularme mientras el delgado y frío viento se escabullía a través de las pequeñas aperturas de mi ventana.
Sentía que me asfixiaba en el recuerdo de noches que ya nunca regresarían, y sobre todo sentía el inmenso dolor que provocaba el silencio. Podía escucharlo todo, las parejas jóvenes y despiadadamente enamoradas consumiendo la belleza de sus cuerpos, los coches viejos y oxidados frenando aleatoriamente por las vacías calles, y también podía escuchar su ausencia.
Podía escuchar el no retumbar de su voz en mis oídos, o podía sentir la falta del ritmo de su corazón, podía sentir como se me había escabullido la felicidad entre mis manos. 

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