La habitación estaba oscura, con una luz ámbar y mortecina. Sus manos
temblorosas sujetaban con ternura el sexto cigarro mientras el humo
invadía cálidamente sus pulmones. La noche envejecía a medida que las
canciones y los suspiros se ahogaban en el frío ambiente. Sus ojos
parecían dos caramelos en Navidad, rojos y blancos con un suculento aire
de dolor. Su frente se llenaba de arrugas mientras sus labios se
humedecían en un pequeño lago de brandy color almíbar, y sus pupilas se
dilataban con cada sorbo del agonizante líquido.
Pero la cama esa
noche no estaba sola, en la tristeza de su desnudez se encontraban dos,
él y ella. Las cobijas se habían enredado en sus largas y delicadas
piernas de mármol mientras los brazos de él la cubrían como un manto
solar. Su cabello, castaño y frondosamente ondulado se escurrirá por
encima de su hombro y caía en el pecho del fumador. Sus labios delgados y
difuminados por el colorete corrido se hundían en un profundo pesar
cuando le susurraba algo al oído de su amante. Este último se limitaba a
continuar aspirando el ardiente humo y a beber su bebida mientras su
corazón bombardeaba hermosas tonalidades rítmicas para su vecina.
Ambos
se miraban y se entristecían, parecía que cada uno estuviese
contemplando su propio funeral. Entre miradas y caricias el turbulento
aire de la pequeña habitación empezó a calentarse, y los dos empezaron
un sinfín de amoríos.
La habitación se perdió en un frenesí de pasión, se juntaron como sol y luna en un eclipse y empezaron a ser mar y playa.
Los
gemidos de ira y placer reemplazaron la triste y delicada música. El
humo se esfumó y el cuarto empezó a tornarse denso, lleno de sudor y
vapor. La pequeña copa terminó por ser arrojada al piso y se rompió en
cientos de pedazos, pero ni el estruendo de vidrios rotos podía poner
pausa al estado animal que se había desatado en los amantes de luto.
Se
besaban y se ahogaban en un abrir y cerrar de ojos, por lenguas tenían
peces vivos que parecían nadar a toda velocidad en el mar de la boca del
otro como sí intentasen huir de algo, como si se intentasen salvar de
la mismísima muerte. Y en medio de la brutal belleza de la poesía hecha
cuerpo se miraron fijamente, ojo con ojo y pecho con pecho. En sus ojos
no se veía más que el vivo reflejo de ella y en ella no se veía más que
ella misma.
Al menos eso era lo que creía que sucedía en aquella
habitación, mientras que en la mía no ocurría nada. Intentaba conciliar
el sueño en un remolino de algodón que parecía estrangularme mientras el
delgado y frío viento se escabullía a través de las pequeñas aperturas
de mi ventana.
Sentía que me asfixiaba en el recuerdo de noches que
ya nunca regresarían, y sobre todo sentía el inmenso dolor que provocaba
el silencio. Podía escucharlo todo, las parejas jóvenes y
despiadadamente enamoradas consumiendo la belleza de sus cuerpos, los
coches viejos y oxidados frenando aleatoriamente por las vacías calles, y
también podía escuchar su ausencia.
Podía escuchar el no retumbar de
su voz en mis oídos, o podía sentir la falta del ritmo de su corazón,
podía sentir como se me había escabullido la felicidad entre mis
manos.
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