lunes, 26 de febrero de 2018

Despertares

Desperté en medio de la madrugada, busqué en medio del trance lo que más se pareciese a una botella, aún estaban frías. La agarré por el cuello y rompí la punta contra el escritorio, los vidrios se tambalearon por la alfombra sin hacer el más mínimo ruido, tomé un par de sorbos mientras mis labios y mis manos se cortaban. La anoté en menos de cinco tragos. Me levanté. Mis pies se enredaron entre las botellas vacías y mis dedos se besaron con los cristales rotos. En medio de las cortadas me dirigí tambaleante al baño, el único sitio que conocía tanto mis penas como sus oídos. No encendí ninguna luz, busqué entre las cosas una cajetilla nueva y la destrocé, agarré uno y lo encendí. La pequeña llama iluminó mi rostro muy ciertamente, fue como parpadear y ver mi alma, destrozada por su recuerdo. Cada bocanada me iluminaba y me dejaba ver la monstruosidad que habitaba en mi. Mis labios estaban tan secos como mi corazón, mi boca estaba más ahumada que un salmón y mi piel más envejecida que el cadáver de mi felicidad.
Tuvieron que pasar unos cuantos cigarros y un par de cervezas antes de que los primeros rayos de luz tocarán el horizonte montañoso. Fue perturbante, hasta en las infelices cordilleras observaba su silueta, su dulce y perversa silueta.
Mi pecho empezó a doblegarse dentro de si. Sentía cada uno de los latidos de mi corazón, esa imperiosa e innecesaria sensación de vida que agonizaba a mi pobre alma. El desespero fue tal que tuve que tomar mi puño y golpear mi corazón, deseaba que cesara ese latido, ese retumbo marginado que hacía vibrar todo mi cuerpo, recordándole a mi conciencia cuanto tiempo llevaba sin su amor.
Caí de rodillas ante el amanecer, veía en el cerro la figura del señor, pero en lugar de verle de brazos abiertos los vi cerrados, luego comprendí que no era él, era ella. Era ella nuevamente con los brazos cruzados, hora en el amanecer. Mis rodillas ardían de dolor pues las pequeñas tapas de aluminio se enterraban en ellas, mis ojos se enrojecían de la encandelillante odisea, sudaba como si estuviese próximo a tener un sudario; sabía que nadie iría a verlo si lo guardasen.
Mi espalda se dobló como mis esperanzas, sentí la entrada de una dulce daga tibia y delgada pasar por mis riñones.
Sentí entonces un súbito aumento de la temperatura de mi cuerpo, sentía que se me quemaban las venas por dentro, sentía como cada una de las palabras que había dicho recorría mi cuerpo, envenenándolo, asesinándolo.

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