Miré. No había nadie.
Tomé dos sorbos y la vi
Castaña
Rubia
Oro.
Perfección. Murió.
Levanté la mirada y volví a escribir su nombre. Vivió.
Encarnada, sangrienta. Sus labios estaban húmedos. Rompí la hoja y volvió a estar seca. No la tenía.
Tomé otro par de sorbos y volví a escribir, ahora estaba entre mis brazos. La acaricié, sentí sus ojos en mi espalda. Sentí el crujir de la cama mientras la domé como el implacable mar a la inocente playa. Se terminó el vaso y murió.
Todas morían en mis manos.
Abrí la botella y las traje a Todas, unas tenían esmeraldas por ojos, otras mármol por piel e inclusive soles entre sus manos.
Abrí la caja de Pandora a las que todos temen, las vi pasearse por mi habitación, una encima de mi con mi guitarra, tocando las notas más tristes del mundo, lágrimas brotaban de las cuerdas, tocaba todo menos mi corazón. Efímero amor.
La odie, la degollé y su sangre tibia como la lengua de otra recorrió de la misma forma mi cuerpo.
Me senté.
Encendí un cigarro, jamás pude encender su corazón.
Me doblegó la tristeza como el peso del mundo con la espalda de Atlas.
Cerré una puerta. Abrí otra, rosas, orquídeas, fresas y moras.
Menta, hierbabuena.
Gritos.
Llantos.
Altibajos.
Perfección.
Finalmente la encontré.
Tomé uno, dos, cuatro, ocho vasos más y morí.
¿Cómo muere un muerto?
Imposible
Tomé una pluma
La toqué como a la virginal prostituta.
Hundía la punta en la tinta como ella la daga en mi corazón.
Me descartaba.
Me desgarraba.
Me ahogaba en el eterno silencio.
Escuché violas, violines, trombones.
Sentí su voz vibrar en mi lengua. Mi pelo se estremeció, mi corazón ardió en ira. Ella jamás moriría.
La ahorqué. Le disparé. La quemé. La repudié.
Me disparé.
Bang.
Bang.
Se creaba un nuevo universo. Estrellas chocando en el cosmos. Vidas derritiendose al igual que mi inocencia. Pezones que giraban a mi alrededor como girasoles. Campos de margaritas. Animales defecando.
Lloré.
Grité.
La deseaba a mi lado.
Espalda angosta, piel tan suave como las manos de mi abuela. Labios angustiosos, piel seca, nefasta. Rompí las hojas, ella rompía mi corazón. Abrí una botella nueva y la puse a fumar. Bebí de la fuente de la Luna, bien adentro de su Valle. Su cabellera implacable penetraba en mi pecho como miles de proyectiles dorados; árboles, ramas que caían como flechas en mis manos.
Sonreí. Euforia imparable.
Rompí la ventana de mi habitación, me abogaban los recuerdos, me convertía en el Titanic, me ahogaba entre sus pechos, como montañas, como avalanchas de maldad. La inocente prostituta alardeaba su mordáz cuerpo. Era horrible, como el nacer de un ser que llega al mundo para morir.
Levanté la mirada y le lloré a la Luna. Tomé las llaves del coche y consumí mis esperanzas. La fatalidad se avecinaba.
lunes, 26 de febrero de 2018
Futilidad
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