lunes, 26 de febrero de 2018

Sala

Sentía que había manejadobpor horas cuando la vi sentada en el sofá, reposaba sutilmente con ese aire de desinterés que emanan algunas personas. Su sonrisa jovial resplandecia junto a la luna. No podía creerlo, la tenía en frente, una verdadera musa, no necesitaba invocarlas con largos poemas a la espalda de la montaña, ya estaba allí.
Joan me preguntó que bebía, pedí una cerveza y estaba fría, burbujeante, era hermosa, negra, con buen cuerpo y mucho sabor, me pregunté si sus labios sabrían así de bien.
Tomé la botella verde y húmeda, tomé los cigarros que estaban en mi abrigo y salí al balcón. Volteó a ver quien era que sacaba llamas en la intemperie y me vio. Sus labios eran imponentes. Ligeramente rosados, con ese hermoso toque de inocencia que ya no se encuentra, pero su mirada, madre mía su mirada se plasmaba en mi. Penetraban como una daga a través de las costillas de un transebunde en un callejón. Así me sentí, acorralado por su inocente y desinteresada belleza.
Di una bocanada mirándola y le di la espalda. Me terminé el cigarro observando la Luna, siempre fija en el cielo, me preguntaba si no se cansaba de estar allí, colgada eternamente, observando el eterno sufrimiento y la maravillosa desdicha de la humanidad. Miré mis zapatos, extrañaba la sensación del cuero, extrañaba el lustre y el brillo. El frío atiborró mis pensamientos y opté por tomar el camino de vuelta a la sala.
Me senté al frente de Ella, en un cómodo sillón. Si bien los cojines eran cómodos sentía que era muy alto, no me podía encajar y me hacía sentir parte de algún tipo de realeza.
Terminé la cerveza y pedí una más, luego fueron dos, tres, cuatro, cinco, perdí la cuenta. Finalmente se animaron, era eso o me encontraba en la totalidad de la ebriedad. Decidieron salir al balcón para fumar, está vez no cigarros, en su lugar eso que es más entretenido. Ella estaba allí, yo debía de estar allí. Me repuse con la delicadeza que tiene un viejo se 90 años para levantarse de su cama cada día y solté mi abrigo. Salí nuevamente a la intemperie.
Empezaron a fumar de una pequeñísima pipa, blanca y curtida como la piel de las adolescentes de hoy día, de esas que se ponen la falda de colegiala y colorete de mamadoras. Definitivamente eran todas unas ganadoras. Mientras tanto los viejos como yo nos acontentabamos de las jovencitas y las viejas, las maduras y las que compartían tristemente nuestra edad.
La miré fumar, fumé y ella hizo lo mismo. Fumamos todos hasta que las carcajadas empezaron a reventar entre los edificios aledaños. Entramos nuevamente y nos regocijamos todos en el calor de la sala. Esa sala era mágica.
La vi nuevamente, me miraba mientras todos hablaban de sus estupideces sin sentido, ella y yo nos besabamos con nuestras miradas. Era de esos momentos que quedan guardados en la memoria, en todo tu cuerpo y que no puedes dejar de pensar. Así de excitante era ella y su maldita mirada. Me miraba y sonreía mientras mi bigote y mis labios se torcían, sabía lo que quería y ella sabía que había descubierto su nefasto plan. Me senté a su lado. Miré sus piernas, sus manos, sus manos eran pequeñas y delicadas, eran enfermizamente tiernas; la porcelana rusa se queda millas atrás, se veían tan suaves que ni el mármol finamente tallado por Cannova se le podía comparar. Dios, sus labios, aún seguía atónito con sus labios, rosados como las rosas de verano, y su mirada que se perdía en la oscuridad de mi alma. Sentía el clímax de las miradas, me imaginaba un intrépido tango entre sus labios y los míos. Empecé a sentir mis brazos más livianos, mi cuerpo se separaba un poco de mi y empezaba a a verme a mi mismo, postrado en aquel sitio enamorándome un poco, muriéndome un poco. Vi la sala nuevamente y lo supe, supe a que sabían sus labios, su sonrisa, entendí a que me recordaba su magnífico aroma a flor de primavera. Lo entendí todo.

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